31 de marzo de 2010

La otra ¡Este jueves un relato!


Asomada a la ventana del salón, con su nieto en brazos, contemplaba cómo su marido regaba los arriates cuajados de flores del jardín. Esbozó una sonrisa cuando, sin saber muy bien porqué, vinieron a su memoria recuerdos de un tiempo no tan grato.

Conocía a su marido desde la infancia. Habían crecido juntos. Compañeros de juegos y travesuras primero, compañeros de colegio después, integrantes de la misma pandilla. Juntos en el instituto, donde se hicieron novios. El había sido el único hombre del que se había enamorado, el único hombre con el que se había acostado, el único hombre de su vida.

El, en cambio, no podía decir lo mismo. Sus estudios universitarios lo llevaron a una ciudad distinta. Al principio, volvía todos los fines de semana. Después, comenzó a alternar estos y venía uno sí y otro no, culpando a la exigencia de sus estudios el no poder volver con más frecuencia.

La verdadera razón era bien distinta. Había conocido a otra chica en uno de los viajes de regreso, comenzando con ella una amistad que desembocó en una relación más que amistosa. Y claro que volvía todos los fines de semana, pero no siempre para verla a ella. A la otra, en fines de semana alternos, le decía que no podría acompañarla en esos días por tener que estudiar.

La situación se le hacía insostenible por momentos. No podía seguir instalado en la mentira y además, comenzaba a tener un acusado sentimiento de culpabilidad, pues su comportamiento para ambas era deleznable.

Decidió que ninguna de las dos se merecía el engaño del que estaban siendo objeto, e ideó la forma de que ambas le abandonaran a la vez.

Redactó sendas notas citándolas en una céntrica cafetería para decirles algo muy importante y cambió los sobres remitiendo a cada una, la nota de la otra. El día de la cita, parapetado en un portal de la acera opuesta, vió como se dieron a conocer, como se marchaban después de una larga conversación y comprendió que las había perdido a ambas.

Lo que viene después, su insistencia por recuperarla, sus promesas de lealtad, su arrepentimiento y el perdón que le otorgó tras hacerle pasar múltiples sinsabores, pertenece a la gratificante historia de una vida en común que dura hasta el momento presente en que sonríe mientras contempla a su marido cuidando las plantas del jardín.
Pepe

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La Saeta (Venablo enamorado)



Imagen obtenida de Internet

En estos días de Semana Santa, toda Andalucía se apresta a vivir con intensidad los desfiles procesionales de sus imágenes religiosas. Cuando gran parte del Orbe católico se prepara para interiorizar su fé, para profundizar en ella en esta semana de pasión, Andalucía, como no podría ser de otra manera, exterioriza su devoción, la saca a la calle, viste de gala sus imágenes, y las pasea por todas las ciudades en estación de penitencia.

Pero no es mi intención ensalzar las excelencias de la Semana Santa tal como se vive en Andalucía. No es mi intención hablar de la belleza de sus incomparables tallas, de sus tronos, de sus cofradías, del innumerable acompañamiento de nazarenos, de la pléyade de penitentes que acompaña el caminar pausado de los costaleros.

Quisiera hablaros de la saeta, como una de las más genuinas manifestaciones de nuestra Semana Santa.
Cuando uno escucha por vez primera el canto desgarrado de una saeta, se encandila inevitablemente de su fuerza, su pasión, el misterio que entraña, y queda seducido, enamorado, de esa sublime forma de oración.

Son inciertos los orígenes de la saeta. Parece ser que los antecedentes más antiguos se remontan al último cuarto del siglo XVII. Se trataba de unas coplas lentas y parsimoniosas conocidas como “penetrantes”, y serían cantadas por religiosos fundamentalmente franciscanos y capuchinos y tenían como objeto “golpear” la conciencia de los pecadores.

Esta saeta primitiva, esta saeta “penetrante”, con el transcurso del tiempo pasa al pueblo que adquiere ese recurso religioso y lo hace suyo como forma de exaltación popular a las imágenes de Jesús o de María. Aunque hasta hace poco tiempo se ha creido que esta incorporación al acerbo popular se realiza en la segunda mitad del siglo XIX, documentos recientes situan manifestaciones cantadas por el pueblo llano con la denominación de saetas en las postrimerías del siglo XVIII. De forma que podemos datar en estas fechas el nacimiento de la saeta popular.

Con posterioridad, corriendo ya el siglo XX, su incorporación al mundo del flamenco, se efectúa de la mano (mejor de la voz), de cantaores como Manuel Centeno Enrique el Mellizo, Antonio Chacón, Manuel Torre, La Niña de los Peines, Manuel Vallejo como exponentes más destacados de ese aflamencamiento de la saeta, llegando así hasta nuestros días.

Algunas formas de saetas poco comunes son la saeta vieja o primitiva de puente Genil, la saeta cuartelera, derivada de esta, saeta samaritana de Castro del Rio y, como formas más comunes nos encontramos con la saeta por seguirillas y la saeta por martinetes.
         
No quiero terminar esta entrada sobre la saeta sin tener un emocionado recuerdo para alguien que cantaba las saetas como nadie. Se trata de Quico, el padre de Toñi, mi suegro. Enorme cantaor que no figurará en los anales del flamenco, pero que cantaba como los propios ángeles y que fue cabal y flamenco hasta el fín de sus días.

Como anécdota, los trajes de comunión de mis cuatro hijos, fueron regalo del abuelo Quico, fruto de otros tantos premios precisamente, en concursos de saetas.

Quiero mencionar también a Juana, Mª José y Rafa, tres amigos nuestros, buenos cantaores de saetas, que año tras año, utilizan este cante de muy difícil interpretación, para honrar a Jesús y a la Virgen al paso de sus imágenes en la noche de la Semana Santa cordobesa.

Este poemilla, quiere ser un reflejo, una aproximación a ese momento en que una voz  rompe el silencio y surca el aire en vibrante oración.

VENABLO ENAMORADO

¡Da la orden, capataz!
Para el paso, costalero,
que Cristo quiere escuchar
la oración del saetero.
                          
El gentío se ha callado,
las trompetas enmudecen,
el sentido, enajenado
y el alma que se estremece.

El cante, surcando el aire,
es venablo enamorado,
que quiere tapar la sangre
que mana de su costado.

Saeta por seguirillas,
no hay oración más hermosa,
para secar las mejillas
de una Madre Dolorosa.

¡Da la orden, capataz!
Levántalo, costalero.
Que ya termina, llorando,
Su oración…el saetero.
                   
Pepe.
                 



25 de marzo de 2010

PUZZLE



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En el íntimo y solitario
silencio de la noche,
cuando el ruidoso monstruo,
de metal y hormigón,
relaja su latido,
a veces,
tan sólo algunas veces,
penetro temeroso
donde reside el alma,
en otro vano intento
de recomponer
el complicado puzzle,
las piezas que no encajan
de mí mismo.

Pepe

22 de marzo de 2010

Haiku 22


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La vieja cepa,
se engalana de verde
por primavera.

17 de marzo de 2010

Manada ¡Este jueves un relato!


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MANADA


El sonido del reloj le hizo levantar los ojos. Las doce de la mañana. Miró a sus compañeros. Las mesas de trabajo, perfectamente alineadas y jerarquizadas. Al fondo, dominándolo todo, el Director del Departamento. Delante, tres mesas para otros tantos oficiales administrativos, y delante de estas, a su altura, cinco mesas servían de lugar de trabajo para cinco auxiliares entre los que se encontraba. Aparte del tamaño de las mesas y la posición jerarquizada de las mismas, nada les diferenciaba en el aspecto personal. Ellos con traje gris, camisa blanca, discreta corbata, pelo corto, zapatos brillantes. Ellas, traje de chaqueta, camisa de seda, zapatos de tacón medio, discreto maquillaje y perfectamente peinadas.

En todas las mesas, expedientes perfectamente amontonados, las mismas pantallas de ordenador, ubicadas en el mismo extremo de las mesas. La luz, blanca y uniforme.

Cada uno de ellos conocía a la perfección el trabajo a desarrollar. Era el mismo de ayer, el mismo de hace una semana, un mes, el mismo del año anterior,… el mismo de siempre. Así desde el día que se sentó por vez primera en su mesa de auxiliar, hacía ya quince años.

Reinaba la calma, habitual y monótona. Sin embargo, una extraña sensación de ahogo comenzaba a apoderarse de él. Primero fue un ligero estremecimiento. Después un sudor frio, empapó todo su cuerpo mientras poco a poco, el sentimiento de ahogo fue a más y comenzó a faltarle la respiración hasta que estalló su personal tormenta.

De un manotazo, arrojó al suelo la pantalla y el teclado de su ordenador. Los expedientes que un momento antes se amontonaban en perfecto orden en un extremo de su mesa, volaron por los aires y un tremendo grito liberador, puso fin a ese sentimiento de ahogo que le impedía respirar.

Le dijo al director, saltándose el orden jerárquico que se iba, y se fue. No quizo oir la oferta de vacaciones, tampoco quiso que lo despidieran lo que le hubiera permitido cobrar el paro. Sólo atendió a la imperiosa llamada de su corazón y se marchó.

Sus compañeros lo vieron semanas más tarde en una feria de artesanía. Vendía collares elaborados por él. Su atuendo en nada se parecía al “uniforme” de trabajo que ellos conocían tan bien. El traje había sido sustituido por unos pantalones amplios de rayas moradas y rojas, la camisa, por una camiseta de color indescriptible, la corbata había sido sustituida por un collar, los zapatos por unas chanclas de cuero y al pelo le habían crecido unas hermosas rastas. Lo que más llamó su atención, sin embargo, es que su cara que antes reflejaba aburrimiento y tedio, lucía ahora jovial y reflejaba en todo su esplendor, la felicidad que adorna la cara de los hombres libres.

Pepe.

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