Decidimos tener nuestro primer hijo sin tener ni la más remota idea de la hermosísima y ardua aventura en la que nos estábamos embarcando. Nadie nos había educado anteriormente para ser padres. Nuestro escaso bagaje lo constituía la propia experiencia de hijos y el ejemplo de vida de nuestros padres. Sin embargo, teníamos claro que para nosotros, y subrayo el nosotros, tener un hijo era la consecuencia lógica del amor. De esa manera, con unos padres llenos de ilusión y temerosos de no estar a la altura de las circunstancias, vino al mundo el primero de nuestros hijos, de un total de cuatro.
Tan sólo teníamos claras algunas ideas, algunos pilares sobre los que pretendíamos cimentar la educación de nuestros hijos.
La primera de ellas, la envoltura en la que nuestras ideas cobraban sentido, era el amor que debía presidir nuestros esfuerzos y desvelos en relación con ellos, de tal manera que cuando tuviéramos que corregir, castigar, enmendar comportamientos, aconsejar, etc., ellos percibieran esas acciones como algo fruto del cariño y no como una forma de descargar nuestras frustraciones, nuestra cólera o nuestra decepción.,
Otra idea, igualmente fundamental para nosotros, pero más dura de asumir, y que incluso al día de hoy no sé si hemos asumido totalmente, es que “nuestros” hijos, no son nuestros. Es cierto que han recibido la vida gracias a nosotros, que daríamos gustosos la nuestra por ellos si fuera necesario, es cierto que hemos dedicado nuestra vida a hacerlos crecer y madurar, pero no es menos cierto que su vida es suya, que no nos pertenece, Tienen derecho a volar y nosotros la obligación de no trabar sus alas.
Nos propusimos dotarlos de independencia de criterio y libertad de acción. Pero ese objetivo, nunca nos eximió de nuestro rol de padres ni nos hizo perder el horizonte del respeto mutuo que debía presidir nuestra relación con ellos. Difícil y costoso equilibrio, inestable las más de las veces, entre las cotas que ellos siempre han pretendido conquistar, guiados por su juvenil fogosidad y las que nosotros hemos estado dispuestos a ceder, guiados por nuestra prudencia. Cuando se quiere tanto, cuesta mucho mantener una postura de firmeza en determinadas ocasiones.
No ha sido tampoco fácil dotarlos de valores humanos y sociales. Que asuman y hagan suyos sentimientos de solidaridad, de no discriminación, de semejanza con los demás cualquiera que sea su posición, su condición, su raza, su religión o su cultura. ha requerido de nosotros el esfuerzo de mostrarles, siempre que la ocasión lo ha requerido, que somos nosotros los afortunados cuando actuamos guiados por los mismos.
Nuestra relación con ellos ha conocido discusiones, enfrentamientos, negociaciones, imposiciones por decreto, momentos felicísimos y otros no tanto. Hemos fracasado en ocasiones, hemos experimentado la amarga sensación de estar perdidos, en otras la impotencia de no poder evitar desde nuestra experiencia, algún que otro batacazo de ellos. Hemos aprendido a tropezones el oficio de ser padres y creo que ellos han aprendido el de ser hijos.
Hemos crecido, ellos y nosotros, en el cariño mutuo y creo que ha sido ese caldo de cultivo, el que ha hecho posible que mis hijos, como diría Machado, sean fundamentalmente buenos. Si eso tiene algún valor, creo que nuestras relaciones paterno-filiales, merecen ser calificadas como óptimas
Mas tormentosas, gratificantes, divertidas o serias (como esta) relaciones paterno-filiales en el rincón de
GUS