Estamos solos. A tan sólo tres pasos de mí, está ella mirándome fijamente, como ha sucedido en las últimas semanas en las que a diario hemos coincidido en el andén del metro. Alta, delgada, elegante, sobria. Es una mujer de una extraña belleza. Sus ojos grandes, de un gris acerado, producen en mi ánimo una sensación de desconcierto y desazón. Tiene una piel pálida, tersa, tan fina que deja al descubierto el azul de sus venas confiriéndole un aspecto espiritual, casi alado.
Llega el metro. Como siempre, ella se acerca peligrosamente al borde de las vías. Parece que la proximidad del vagón y los railes ejercen una poderosa sugestión sobre ella. También como siempre, pienso que se repetirá su extraño comportamiento y en el último instante, sus pasos resonarán alejándose hacia la salida sin dejar de observarme en ningún momento.
Pero no sucede así. ¡Hoy se ha arrojado a las vías!. El metro se acerca a gran velocidad. No lo pienso, salto en pos de ella, intento salvarla pero es demasiado tarde. El metro impacta en mi cuerpo. Siento que he llegado al final de mi camino. Ella, incomprensiblemente, ha resultado ilesa. Me abraza con ternura. Su mirada, siempre inquietante, se me antoja en este momento solícita y protectora, diría que amorosa.
Exhalando el último suspiro la veo alejarse majestuosa, serena. La muerte, ahora la identifico, se encamina a extinguir el tiempo de otra vida.
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