Relato basado en el siguiente argumento
facilitado por El
Demiurgo de Hurlingham:
“En
una vieja casona se escucha un golpeteo en la pared, en donde antes
había una habitación, ahora tapada con ladrillos”.
Corria el año 1990 cuando estos acontecimientos tuvieron lugar.
Llegué esperanzado y feliz. A mis setenta años, heredar aquella casona me daba la oportunidad de regresar al pueblo que me vió nacer y acabar mis días rodeado de una naturaleza amiga, de entrañables paisajes que fueron escenario de mis juegos, de mis travesuras infantiles, de mis primeros escarceos amorosos. Llegaba con la creencia de que el tiempo todo lo borra y que ya nadie recordaría que aquella casa, ahora mía, perteneció a mi abuelo, un hombre cruel, carente de cualquier atisbo de humanidad, despiadado y que, con su conducta, se hizo acreedor del odio de buena parte de sus vecinos. Nosotros mismos, su familia, tuvimos que emigrar sin culpa alguna, temerosos y avergonzados.
Llegué esperanzado y feliz. A mis setenta años, heredar aquella casona me daba la oportunidad de regresar al pueblo que me vió nacer y acabar mis días rodeado de una naturaleza amiga, de entrañables paisajes que fueron escenario de mis juegos, de mis travesuras infantiles, de mis primeros escarceos amorosos. Llegaba con la creencia de que el tiempo todo lo borra y que ya nadie recordaría que aquella casa, ahora mía, perteneció a mi abuelo, un hombre cruel, carente de cualquier atisbo de humanidad, despiadado y que, con su conducta, se hizo acreedor del odio de buena parte de sus vecinos. Nosotros mismos, su familia, tuvimos que emigrar sin culpa alguna, temerosos y avergonzados.
Durante la Guerra Civil, mi abuelo fué
comandante en el bando de los vencedores. Aprovechó su rango y la
obscena impunidad que las guerras proporcionan para mandar fusilar a
familias enteras con la excusa de su pertenencia al bando republicano
en simulacros de juicios donde la justicia era profanada
sistemáticamente.
Su última hazaña, antes de abandonar
la casona para siempre, tuvo que ver con cinco destacados
sindicalistas mineros, vecinos del pueblo. Una noche, con la guerra a
punto de terminar, la balanza ya inclinada del lado de las tropas
franquistas, los arrebataron de sus casas y nunca más se supo de
ellos.
Desde mi retorno, noche tras noche, en
el salón de la vieja casona, a solas con mis recuerdos, lo que
debería ser un remanso de paz, se ha convertido en un concierto de
extraños ruidos y golpes procedentes de la pared donde se ubica la
chimenea. No encuentro la tranquilidad de espíritu que venía
buscando cuando decidí regresar al pueblo.
Dispuesto a acabar con esa situación
que me perturba e incomoda, he mandado derruir el tabique. Tras el
mismo, un macabro descubrimiento. Cinco esqueletos con un disparo en
el craneo. Aquellos sindicalistas desaparecidos, recibirán
finalmente la sepultura que la crueldad humana les negó.
Ahora, mientras me alejo nuevamente,
esta vez para siempre, medito sobre la sinrazón humana, sobre la
inutilidad de las guerras, sobre la innecesaria crueldad, sobre la
incuestionable verdad de que en el corazón de los humanos habita una
alimaña que a veces se libera desencadenando toda su rabia
contenida.
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