No entendía nada. Sólo sabía que ya no gozaba
de los mimos y caricias, de los continuos cuidados del niño que fuera hasta hace un mes su
compañero inseparable de juegos. Aquel día ya lejano, la desesperación y el
llanto se reflejaba en los rostros de toda la familia. El rostro del niño sin
embargo, carecía de expresión. Yacía inerte en el interior de una caja, la
misma caja que más tarde depositaron al pie del magnolio del jardín, un metro
bajo tierra.
Desde entonces, no había vuelto a verlo.
Obsesionado, se había olvidado de jugar, tambien de comer. Se pasaba el día, preso de una enorme curiosidad por entender su
ausencia, arañando la tierra, esa tierra donde vió desaparecer el cuerpo de su
amigo. ¿Acaso se había olvidado de él? ¿Volvería alguna vez a verlo?. ¿Con quien jugaría ahora?.
Noche cerrada. Desde su atalaya, encaramado
al tejado, sus ojos de gato acostumbrados a la oscuridad vigilaban, como todas
las noches, el sitio donde su amigo
descansaba, con la esperanza de verlo aparecer. De repente, una extraña
fosforescencia que emergía de la tierra, de esa tierra, excitó su curiosidad hasta
el punto de acercarse venciendo sus temores.
Tal vez debió haber ignorado su natural
curiosidad. De la tierra surgieron dos manos que atenazaron su garganta. Al día
siguiente, lo encontraron muerto. En su garganta, surcos sanguinolentos que
terminaban allí donde sus pequeñas garras gatunas se hundían en la carne. Un centímetro más abajo, una marca rojiza, como
si un dogal se hubiera ceñido a su garganta hasta asfixiarlo.
Lo enterraron junto a su compañero de juegos.
A veces, en las noches cerradas, dos pequeñas fosforescencias iluminan el
tronco del magnolio mientras de fondo se escuchan maullidos y risas infantiles.
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