Siempre tuvo las ideas
perfectamente claras. Para el, palabras como conciencia, honor, lealtad,
amistad, justicia, carecían de sentido. Si acaso, eran fiel reflejo de la
estupidez humana. Obstáculos que se interponían en su ambición por sobresalir y
destacar. Sus esfuerzos estuvieron encaminados en todo momento a allanar el
camino del éxito.
Tuvo que aprender a mentir y
terminó siendo un virtuoso de la mentira. Enmascaraba de tal forma sus
verdaderas intenciones, que cualquier cosa que saliera de su boca parecía una
verdad incontestable.
Simuló ser afable, cordial y
cercano. Una eterna sonrisa y un continuo estrechar de manos, con las garras retraídas
para que la fiera no manifestara su verdadera condición. Aprendió el arte de la
adulación hacia todo aquel que pudiera facilitar sus intereses.
Despreciaba profundamente a los
humildes, a los desarraigados, a los marginados, a los dependientes, pero los
utilizaba en su discurso manifestando una solidaridad hacia ellos que estaba
lejos de sentir.
Aprendió rápidamente a medrar en
las turbulentas aguas de la corrupción y del poder. Hizo suya la célebre frase:
“A río revuelto, ganancia de pescadores” y se convirtió en un consumado
pescador.
Pensaba, como Marx, que la
religión era el opio del pueblo, pero era de misa semanal y comunión diaria,
simplemente porque así convenía a su imagen y favorecía sus intereses.
Había llegado su momento. El instante
de abandonar la condición de perfecto candidato y pasar a ser el titular, el
momento de situarse en la meta proyectada que a su vez era un excelente hito para
continuar con su ambición depredadora, el instante de pronunciar, mintiendo una
vez más, de una forma solemne, las palabras tantas veces repetidas en la
intimidad.
“Juro por mi conciencia y honor
cumplir fielmente las obligaciones del cargo, con lealtad al Rey, y guardar y
hacer guardar la Constitución, como norma fundamental del Estado”.
Más descripciones curriculares de perfectos candidatos, en el blog de nuestro amigo GUS .