26 de mayo de 2016

Este jueves un relato: UNA NOCHE EN EL MUSEO

 Obra de la exposición de Ernesto Nieto en el Guggenheim de Bilbao.


Paseaba distraidamente, saboreando mis vacaciones. Era el mío, un paseo de pasos perdidos, sin destino programado, en un pueblo pequeño, de cuidados jardines y escasos habitantes al borde de la carretera. Había parado en el para descansar como podría haber parado en cualquier otro lugar. Ni siquiera sabía su nombre pero era tranquilo, se intuía acogedor y me apeteció estirar algo las piernas.

Museo de antigüedades varias. El horario de visitas concluía a las 21 h. Eran las 8 de la tarde y pensé que una visita a ese lugar sería una bonita y entretenida manera de pasar el tiempo así que traspasé el umbral de aquel museo.
Estaba desierto. No ví a nadie. Ni tan siquiera un vigilante. Me pareció que el tiempo se había detenido hace siglos en aquel lugar. Vestigios de civilizaciones anteriores, rudimentarios aperos de labranza, vajilla doméstica de barro cocido de antigüedad manifiesta y al fondo de una de las salas, semioculta, una gruesa puerta con un letrero que llamó poderosamente mi atención: Sala de los libros olvidados.

Amante de la literatura, no me pude resistir a traspasarla. Me esperaban miles de libros cubiertos de una densa capa de polvo, el mismo polvo que iba dejando la huella de mis pisadas a lo largo de los pasillos que formaban las decenas de estanterías que los soportaban.


Estaba claro que esa enorme habitación no había sido pisada en muchos años. Faltaban tan sólo cinco minutos para que el museo cerrara sus puertas y quise encaminarme a la salida. Volví sobre mis propias huellas y observé que la puerta carecía de picaporte interior. Parecía imposible pero así era. Comenzé a inquietarme. Aquello carecía completamente de sentido. Aporreé la puerta y comenzé a gritar aún a sabiendas de que aquellos gruesas maderas y aquellos anchos muros no dejarían que el sonido de mi voz saliera al exterior. Todo inútil. Los altos ventanales me hicieron saber que el día llegaba y no una única vez. Tras varios atardeceres y amaneceres tuve la certeza de que nunca saldría de allí. La sala de los libros olvidados, para mí, se había convertido en la sala de los lectores olvidados.

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