Menuda, enjuta, con el rostro surcado por decenas de pequeñas arrugas, sobria su vestimenta, sereno el semblante, tenía aún el porte altivo de quien ha enfrentado con éxito mil batallas, sobrevivido a mil envites, sufrido innumerables avatares.
Desde el confortable sillón que acogía su cansado cuerpo después del quehacer diario, contemplaba a sus hijos con orgullo.
Hoy era un día especial. No siempre se cumplen noventa años. Sus hijos, sus yernos y nueras, sus nietos, incluso algún biznieto habían venido a festejar con ella la ocasión.
Con la avidez de quien no quiere dejar nada para luego, porque tal vez ese luego sea excesivamente corto, recordaba su temprana viudez, los innumerables sueños no cumplidos, los viajes no realizados, las renuncias a tantas cosas, a demasiadas cosas, el duro trabajo, los continuos desvelos, la dedicación infinita a la crianza, a la formación, a la educación de sus hijos y respiró profundamente, sintiendo la íntima satisfacción que proporciona una vida plena.
Sus hijos, todos sus familiares eran conscientes del enorme sacrificio realizado por ella durante toda su vida. Ella no, ella sólo sabía que había amado y había sido consecuente con ese amor. Había recibido a cambio muchas satisfacciones íntimas, memorables momentos, recompensas como esa tarta que ahora acercaban con un 90 encendido, envuelta en el cariño de los suyos.
Más y diversos sacrificios en el blog de los intrépidos reporteros