Había estado nevando durante todo el día. Eran las
nueve de la noche. Desde su mesa de trabajo contempló la ciudad completamente
cubierta por una espesa capa de nieve, lo que unido a la niebla y a las
mortecinas luces, la dotaba de un mágico e inquietante aspecto.
Era Nochebuena. En estos días, el trabajo en su empresa de limpiezas se había incrementado considerablemente, razón por la cual se le había hecho tarde para regresar a casa.Cargó en el coche las compras de regalos para su familia, la cena ya preparada que su mujer le había encargado para esa noche especial y se dirigió al cajero más próximo para depositar la recaudación de ese día.
Al llegar vió que estaba ocupado por una mujer y un niño que, acurrucados en un rincón, sin más abrigo que sus escasas ropas y unos cartones, intentaban dormir soportando estoicamente el frío reinante. Tal vez fué el abatimiento reflejado en el rostro de la mujer o la llorosa carita de aquel niño, o tal vez el hambre que en ellos se percibía, lo que le hizo olvidarse de la hora, regresar al coche, coger la comida y ofrecérsela al tiempo que les preguntaba por las circunstancias que los habían conducido a aquella lamentable situación.
Eran emigrantes. Habían venido hacía cuatro meses con la ilusión de encontrar trabajo en España pero su marido falleció a los dos meses de llegar. Sin trabajo, al no poder pagar, les habían echado de la pensión en la que se hospedaban, y las perspectivas eran aterradoras.
Mientras escuchaba esa triste historia y la mujer y su hijo devoraban materialmente las exquisitas viandas de su cena navideña, le llamó la atención un hombre joven de unos treinta y pocos años, que con la frente y las manos cubiertas de sangre ya reseca, contemplaba la escena desde la acera opuesta. En ese instante se asustó, pero la sonrisa que observó en la cara del extraño espectador, le hizo pensar que nada debía temer.
A continuación, montó a la mujer y a su hijo en el coche, los llevó a una pensión, pagó un mes de estancia por adelantado, le dio a la mujer algo de dinero, suficiente para pasar las fiestas navideñas y le rogó que una vez pasadas estas se llegara a su empresa pues tenía un puesto de limpiadora para ella, si quería aceptarlo. Salió de la pensión y de nuevo volvió a sorprenderse. En la acera de enfrente, con la misma sonrisa, las ropas ajadas y la frente y manos cubiertas de sangre reseca, el hombre de antes.
Algo nervioso por esta situación, entró precipitadamente en el coche y se dirigió a su casa pensando cómo le diría a su mujer porqué llegaba tan tarde y que esta noche tendría que improvisar una cena con lo que hubiera en casa.
Al llegar, mientras le daba a su mujer todas estas explicaciones, se reflejaba en el rostro de esta una mezcla de incredulidad, sorpresa y admiración. Extrañado, le preguntó el porqué de esta expresión, y la mujer le dijo:
Era Nochebuena. En estos días, el trabajo en su empresa de limpiezas se había incrementado considerablemente, razón por la cual se le había hecho tarde para regresar a casa.Cargó en el coche las compras de regalos para su familia, la cena ya preparada que su mujer le había encargado para esa noche especial y se dirigió al cajero más próximo para depositar la recaudación de ese día.
Al llegar vió que estaba ocupado por una mujer y un niño que, acurrucados en un rincón, sin más abrigo que sus escasas ropas y unos cartones, intentaban dormir soportando estoicamente el frío reinante. Tal vez fué el abatimiento reflejado en el rostro de la mujer o la llorosa carita de aquel niño, o tal vez el hambre que en ellos se percibía, lo que le hizo olvidarse de la hora, regresar al coche, coger la comida y ofrecérsela al tiempo que les preguntaba por las circunstancias que los habían conducido a aquella lamentable situación.
Eran emigrantes. Habían venido hacía cuatro meses con la ilusión de encontrar trabajo en España pero su marido falleció a los dos meses de llegar. Sin trabajo, al no poder pagar, les habían echado de la pensión en la que se hospedaban, y las perspectivas eran aterradoras.
Mientras escuchaba esa triste historia y la mujer y su hijo devoraban materialmente las exquisitas viandas de su cena navideña, le llamó la atención un hombre joven de unos treinta y pocos años, que con la frente y las manos cubiertas de sangre ya reseca, contemplaba la escena desde la acera opuesta. En ese instante se asustó, pero la sonrisa que observó en la cara del extraño espectador, le hizo pensar que nada debía temer.
A continuación, montó a la mujer y a su hijo en el coche, los llevó a una pensión, pagó un mes de estancia por adelantado, le dio a la mujer algo de dinero, suficiente para pasar las fiestas navideñas y le rogó que una vez pasadas estas se llegara a su empresa pues tenía un puesto de limpiadora para ella, si quería aceptarlo. Salió de la pensión y de nuevo volvió a sorprenderse. En la acera de enfrente, con la misma sonrisa, las ropas ajadas y la frente y manos cubiertas de sangre reseca, el hombre de antes.
Algo nervioso por esta situación, entró precipitadamente en el coche y se dirigió a su casa pensando cómo le diría a su mujer porqué llegaba tan tarde y que esta noche tendría que improvisar una cena con lo que hubiera en casa.
Al llegar, mientras le daba a su mujer todas estas explicaciones, se reflejaba en el rostro de esta una mezcla de incredulidad, sorpresa y admiración. Extrañado, le preguntó el porqué de esta expresión, y la mujer le dijo:
Hace un rato, ha llegado un hombre, alto, de unos treinta
y tantos años, con sangre reseca en la frente y en las manos, portando una
extraordinaria cesta de Navidad, y una nota, diciendo que cumplía un encargo
tuyo y que tú sabrías.
Conmocionado, cogió la nota y leyó:
Conmocionado, cogió la nota y leyó:
San Mateo 25-40
Y el Rey les dirá: "En verdad os digo que cuanto
hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis".
Emocionado, abrazado a su mujer y a su hijo, se dispuso a pasar las mejores Navidades de su vida.
Emocionado, abrazado a su mujer y a su hijo, se dispuso a pasar las mejores Navidades de su vida.