Con la autoestima rota y
el alma amoratada, camino apesadumbrado, lentamente, como si me
produjera un insano placer ese cansino caminar, extrema laxitud,
pasos del que nada espera porque absolutamente todo le ha sido ya
negado.
Todo empezó con una
carta de despido impersonal y fría. Ese fue el primer escalón,
descenso a los infiernos, de una escalera cuyos peldaños me han ido
desposeyendo de todo lo que era.
Después descendí por otros no
menos crueles y empinados. El primero lo constituyó una
peregrinación, curriculum en ristre, a lomos de mis 55 años, en un
voluntarioso afán por conseguir otro trabajo, que tras meses de
infructuosa búsqueda, se me mostró imposible.
Una vez consumidos los escasos ahorros que tenía, otro peldaño más, asistí
impotente al desahucio de mi hogar. ¿Donde quedaban ahora mis
amigos?. Seguía descendiendo.
En los que intuyo tramos finales de mi aniquilación, una maleta
vieja conteniendo mis escasas pertenencias, unos cuantos cartones ,
una esterilla, y un carrito robado en un supermercado, me avergüenza
confesarlo, acaban siendo todo el bagaje que me queda para afrontar
la vida.
Ahora, mientras desciendo las escaleras del Banco de
Alimentos, aguardando mi turno en la cola del hambre y la miseria,
apenas soy algo más que un puñado de andrajos, un ruido de tripas y
un .fétido y etílico aliento.
Ya he llegado al punto de
distribución. Estoy de suerte. Es el último paquete de comida. Tras
de mí, una chica joven con una criatura de pocos años, asiste
desolada a su tragedia. Para ella ya no hay.
Un golpe en mi
conciencia, reminiscencia de la humanidad que algún día tuve, me
hace apartarme y cederle mi lugar, sabiendo que la cornada del hambre
hasta mañana, no me dolerá tanto como dejar a esa criatura sin
comida. Tal vez, ese vertiginoso descenso no me haya hecho perder del
todo aún lo que un día fui, tal vez dentro de mi, anide todavía,
incomprensiblemente, un ser humano.
Si os apetece aventuraros en otras historias de escaleras, podeis hacerlo en casa de nuestra amiga Charo