Era una noche más del tórrido verano andaluz.
Atmósfera de un calor asfixiante y seco. No se movían ni las hojas de los
árboles y sin embargo en la casa las puertas y ventanas, se abrían y cerraban de forma violenta y
aleatoria. Fuera quietud, dentro un viento gélido que lo hacía estremecer. La
casa estaba aislada, a unos diez kilómetros de la población más cercana y sin
embargo escuchaba continuamente una espeluznante cadencia de sonidos. Primero, bramido
de muchas armas de fuego, luego lamentos y quejidos para terminar con una
secuencia de disparos espaciados, de uno en uno, como reglados por un
metrónomo. En el ambiente, un intenso
olor a pólvora.
Tan sólo hacía cinco días que la habitaba, pero
habían bastado para llevarlo al estado de ansiedad actual. El, Ricardo
Cifuentes, la había adquirido para volver a sus orígenes. Su abuelo y sus padres
abandonaron el pueblo cuando tenía tan sólo dos años, recién terminada la guerra civil. Sus padres siempre añoraron regresar y sin embargo, nunca lo hicieron sin causa aparente que se lo impidiera.
Se preparó para pasar una noche más de pavor
e insomnio, sin sospechar que sería aún peor que las anteriores. En el silencio
de la noche las voces dejaron los lamentos para pronunciar con claridad su
nombre. En la ventana, incomprensiblemente empañada de vaho, algo o alguien
había escrito también su nombre. Se asomó y a sus ojos se ofrecía un
espectáculo dantesco. En una mancha de espesa niebla, líneas de sangre, como
venas, emergiendo de la tierra, fueron formando
figuras humanas carentes de esqueleto, sólo venas rojas y rostro. Pudo contar
hasta treinta figuras, entre hombres, mujeres y niños. No pudo resistir más y
cayó desmayado al suelo.
Al día siguiente había tomado una decisión.
Se marcharía ese mismo día pero antes quiso investigar que acontecimientos pudieron
ocurrir en el pueblo que motivaran la marcha de su familia, sucesos que tal vez
fueran el origen de los extraños fenómenos que estaba padeciendo.
Y allí estaba la respuesta, delante de sus
ojos en la pantalla del ordenador. Varios artículos que vertían la sospecha de
que su abuelo, Ricardo Cifuentes igual que el, como último acto de una guerra
sin sentido había ordenado el fusilamiento de algunas familias. Jamás se pudo
comprobar su responsabilidad como tampoco se supo nunca donde habían sido enterrados.
Pocos días después el último de los cuerpos
ya había recibido cristiana sepultura. Su asombrosa notificación de los hechos
a los vecinos del pueblo, la exhumación e identificación de los cadáveres, el
enterramiento posterior, habían traido por fin la paz a sus espeluznantes
noches. Ahora, sentado en el autobús, alejándose para siempre del pueblo que lo
vió nacer, se alegraba de haber devuelto algo de la paz que un día su abuelo
había arrebatado.
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