Resulta extraño. Nunca he podido escribir
sobre ti. Ni siquiera lo he intentado. Tal vez presintiera que mi torpe
lenguaje es incapaz de encontrar las palabras que te hagan justicia, que
describan tu inmensa calidad humana, tu generosa entrega como padre. Hoy lo
hago por primera vez.
Obrero siderúrgico, enormemente culto aunque
con pocos estudios académicos, padre de siete hijos en una España sin recursos,
paupérrima madrastra de ubres vacías donde alimentarse a diario no siempre era
posible y donde todo lo demás adquiría
la condición de artículo de lujo.
Aún me asombra pensar como pudiste, en
condiciones tan adversas, tener la fortaleza y el coraje de llevarnos hacia
adelante educados, instruidos y sobre todo, y ese es tu mayor logro y tu
magnífica herencia, buenas personas.
Ganarás el pan con el sudor de tu frente.
Jornadas interminables en la boca de los hornos de fundición del cobre,
testimonian que esa frase estaba hecha tan a tu medida que acabó con tu vida,
extenuado, agotado, extinguido, a la temprana edad de 57 años.
Siempre quedaba a tu vuelta del trabajo, un
resto de comida en el exiguo contenido de tu tartera, para compartir con
nosotros.
Bondadoso en extremo. En una época en la que
el castigo corporal era habitual como elemento corrector, sólo una vez alzaste
tu encallecida mano contra uno de nosotros y me tocó a mí precisamente. Le
había arrojado un trozo de pan a mamá gritándole que no lo quería. Debió
parecerte, a mí también me lo pareció después,
un sacrilegio abominable despreciar vuestra comida. Más tarde, ese mismo
día, te ví llorar.
Pero hay un episodio que pudo marcar un rumbo
completamente diferente en mi vida que es el que me motiva para hablar hoy de ti.
Estaba en las escuelas gratuitas de María
Auxiliadora de los Padres Salesianos. Era un buen alumno. Sin falsa modestia,
era un alumno extraordinario. En dos cursos consecutivos las mejores
calificaciones del colegio fueron mías. Era muy joven. Tendría 13 o 14 años.
Un día, el director del colegio, sacerdote
salesiano, se entrevisto contigo. No recuerdo si fue en el colegio o en casa. Quería
que me dejaras cursar estudios sacerdotales con absolutamente todos los gastos de
estancia, estudios, ropa y comida pagados, la perspectiva de una sólida
formación académica y la garantía de poder abandonar cuando quisiera. Amablemente
y sintiéndote honrado, rechazaste su
oferta y lo emplazaste a que el ofrecimiento me lo hiciera directamente a mí,
cuando tuviera mayoría de edad.
Por muchos años que pasen nunca te lo
agradeceré bastante. Amante de la
libertad, alejado de fanatismos y dogmas, bastante descreído y escéptico, mucho
más cerca del hombre que de Dios, hubiera sido un pésimo sacerdote y sin
embargo me diste la oportunidad de ser, como tú, un buen esposo y un buen padre
con ese gesto que reflejaba, una vez más, tu falta de egoísmo y tu enorme talla
humana.