Se dejó caer en la cama, como cada día, con
el alma cansada por el peso de las
últimas historias. Aquellas a las que ese día había tenido que dotar de un
esqueleto gramatical y caligráfico o aquellas a las que había tenido que poner
voz para desvelar su contenido. No podía evitar involucrarse en ellas y así, un día más, había amado, odiado, recordado,
añorado, implorado un regreso, comunicado una defunción, un nacimiento, una
boda, un golpe de fortuna y solicitado diversas cosas a organismos oficiales.
Sus padres se habían esforzado porque él no
fuera un analfabeto más en un tiempo en
que el conocimiento era privilegio exclusivo de las clases más acomodadas. Le
gustaba leer y escribir y eso le permitió tener una cultura general más
que aceptable a pesar de no haber podido acceder a estudios superiores.
Lo que empezó siendo un gesto altruista, de
buena vecindad, escribir o leer alguna carta para una vecina, terminó
convirtiéndose en un trabajo que si bien nunca lo haría rico, le permitia vivir
sin apuros aunque modestamente. Se durmió, un días más, con la incertidumbre de no saber durante cuanto tiempo iba a poder
soportar ese trabajo, ser conocedor y confidente de tantas historias, secreto de confesión
al que su oficio de escribidor y lector por encargo, le obligaba.
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