Hace mucho tiempo que llegué a la
conclusión de que pobreza e invisibilidad van cogidas de la mano. Es
difícil, muy difícil, sustraerse a la comodidad, al adormecimiento
de conciencia que supone ignorar la marginalidad, como si ésta no
existiera, como si nunca hubiera entrado en nuestro más que reducido
ángulo de visión.
En cierta ocasión, ante un mendigo que
extendía su mano implorando limosna y a cuyo lado pasó Toñi sin
mirarlo, nuestro hijo Alejandro que entonces vivía sus diez añitos,
le dijo airado:
- Si no quieres darle limosna, no se la des, pero al menos míralo.
Desde su corta edad, le estaba dando
toda una lección de vida. No podemos ignorar la pobreza porque está
ahí, a nuestro lado, rodeándonos, cada vez más profunda, cada vez
más injusta, cada vez más extendida. No va a desaparecer porque
volvamos la vista hacia otro lado.
La grieta entre pobres y ricos se ha
hecho abismal. Cada vez hay más pobres en número y en inmensidad de
la pobreza, cada vez hay más ricos también en número y en
inmensidad de su riqueza, nutriéndose ambos de una clase media que,
sencillamente, está desapareciendo a pasos agigantados merced a las
políticas profundamente crueles e injustas de nuestros gobernantes.
Pobreza que además de profunda, acaba
siendo emocionalmente transversal, ya no es sólo pobreza de bienes
materiales, no. Perdida la autoestima, la miseria nos sumerge en el
miedo al futuro, hace aparecer los conflictos familiares, trae
consigo un sentimiento de fracaso, y nos aporta el caldo de cultivo
donde pueden florecer desviaciones como la delincuencia o las
perniciosas adicciones.
Años más tarde del episodio del
mendigo, observó Toñi que la cara de Alejandro reflejaba tristeza y
abatimiento. Después de un cariñoso tercer grado, ese al que sólo
las madres son capaces de someter a sus hijos en busca de las raices
de algún problema, este le confesó que se avergonzaba y le
atormentaba su actitud porque ahora era él el que a veces ignoraba
a la legión de pedigüeños con los que se cruzaba cada vez que
paseaba por el centro de la ciudad. Grandeza de espíritu esa lucha
interna, que mereció un entrañable abrazo de su madre, orgullosa de
nuestro hijo.
¿En qué momento y porqué se nos hace
invisible la necesidad ajena?. ¿Qué nos lleva a adormecer nuestra
conciencia?. ¿Porqué acabamos siendo, como mucho, la mano que
alarga la moneda en un acto que tiene mucho de autocomplacencia y
poco, muy poco, de empatía y solidaridad?. ¿Acaso no es más pobre
el que desvía su mirada que el que pide para subsistir?.
INDIGENTE
En un carro
de compra
conseguido al
descuido
de algún
supermercado,
lleva sus
pertenencias:
Cuatro
grandes cartones,
(tabiques,
cama y manta
para las
noches frías)
y unos pocos
harapos.
Con el triste
semblante
de quien
espera poco,
aunque
agradece todo,
mendiga
suplicante.
Incómodados
con la pobreza ajena,
simplemente
lo ignoran
y pasan a su
lado como si no lo vieran,
porque siendo
invisible, ni siquiera da pena.
Su sustento….
indigente.
un cigarrillo
o dos,
un poco de
alimento
y un mucho de
aguardiente.
Y al abrigo
del frío, en un cajero,
sueña
tiempos ausentes,
acurrucando
su mísero presente
tan cerca de
la riqueza y el dinero.
Más historias sobre personas que alargan la mano para dar la moneda, en casa de nuestro amigo Gustavo.