Sé de un lugar mágico
en una ciudad milenaria y eterna, en cuyo solar han convivido con
mayor o menor armonía, tres culturas, tres religiones. En este
lugar, una calle adosada a una muralla que sirve como frontera entre
la historia y la modernidad. Tras su muralla, en un dédalo de
callejuelas, la huella de pasadas civilizaciones se hace patente.
Frente a la muralla, al otro lado de la acera, la Córdoba de hoy. Al
fondo, cercanas al Guadalquivir, en un templete, las manos enlazadas de Ibn Zaidún
y la princesa Wallada en un monumento al amor, son la antesala a más
huellas de un pasado esplendoroso. En un extremo de la calle, Séneca.
En el otro, Averroes. Grandes filósofos y cordobeses insignes
inmortalizados para siempre en la Córdoba que tanto amaron. Roma y
el Islam, dos civilizaciones cuya impronta, de alguna manera, ha
modelado lo que somos. A lo largo de la calle, una sucesión de
estanques por donde discurre mansamente el agua en agradable murmullo
que pone música de fondo a tanta belleza concentrada.
A la innegable belleza
del lugar, se une el hecho de que en él, Toñi y yo decidimos unir
nuestras vidas para siempre con lo cual cobró una significación muy
especial para ambos. Era camino obligado para ir hacia su casa. Los
poyos que delimitan sus estanques han sido testigos mudos de nuestros
primeros besos, de nuestros encuentros y desencuentros, de largas
conversaciones donde desgranábamos nuestras ilusiones y proyectos,
de nuestro afán por conocernos más y mejor cada día.
Hoy, 48 años después,
algo cansados pero satisfechos por el camino recorrido, al pasar por
esa calle donde tuvieron lugar nuestros primeros balbuceos amorosos,
sigo susurrando unos versos sueltos de un poema que por entonces le
dediqué a Toñi:
Calle de la Muralla, es
nuestro amor
como el ciprés junto a
tus pétreos muros,que lo vieron nacer, muy pequeñito,
y que lo ven crecer, firme y seguro.
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