Si retorno por los senderos de la
memoria hacia mi pasado más remoto, a mis años infantiles, vuelvo a
rememorar con nitidez personajes que ahora, desde mi condición de
adulto, casi viejo, se me antojan grotescos, burdos, personajes de
opereta o de sainete cómico, que aterrorizaron mis dias y mis sueños
nocturnos. El hombre del saco, las brujas, el sacamantecas,
apariciones fantasmales, sombras inquietantes, elementos todos ellos,
fruto de la mente calenturienta de unos adultos, con ideas kafkianas
sobre educación, responsables directos de muchos traumas infantiles.
Afortunadamente, Mis miedos actuales en
su mayoría, son miedos domésticos, de andar por casa, sin
mordiente, nulos en su capacidad de aterrorizar, casi entrañables,
incapaces de alterar mi estado de ánimo, provocando, en el peor de
los casos, una ligera inquietud.
Digo en su mayoría, porque como humano
que soy, no puedo sustraerme al influjo de esa emoción, el miedo,
que está presente en mayor o menor medida en todos nosotros.
Dos son, fundamentalmente, los miedos
que me inquietan sobremanera. Son miedos que conciernen al mañana.
Por un lado, miedo a que la vida, sus circunstancias y mi incapacidad
de sobreponerme a ellas, minimicen o anulen mi capacidad de amar,
miedo a que se vaya endureciendo, formando costra, ese rinconcito de
mi alma donde tienen cabida sentimientos como la solidaridad con mis
semejantes, mi rebelión contra las injusticias, mi deseo de ayudar
siempre, de ser útil. Miedo a dejar de ser, en esencia, un hombre
bueno.
Mi otro miedo, no menor pues me aterra,
es la posibilidad de perder la capacidad cognitiva, la capacidad
reflexiva, que la acción del tiempo acabe difuminando mi memoria
hasta el punto de convertir, por ejemplo, a mis hijos en mis padres o
en unos perfectos desconocidos. No me da miedo el deterioro físico,
pero sí me da miedo, mucho miedo, perder el mayor de los dones que
nos ha concedido la madre Naturaleza, el don de pensar, de razonar,
de recordar, de comunicarnos.
Creo que contra esos dos miedos lo que se puede hacer es amar y vivir el presente. Gracias por la sinceridad.
ResponderEliminarUn abarzo.
Coincido con Fabián
ResponderEliminarMi beso, Pepe
A cada edad sus miedos, lo mismo que aquellos infantiles ahora los vemos nimios sucederá con los actuales. Abrazos
ResponderEliminarSobrada razón hay para conservar esos miedos. Lo más duro no es envejecer, sino hacerlo con la mente sin lucidez ni constancia de nuestra propia identidad.
ResponderEliminarMuy buen hilado tu relato.
Un fuerte abrazo
Creo que has hecho un buen repaso de los miedos que la inmensa mayoría tenemos a lo largo de nuestra vida desde la infancia hasta la edad presente y totalmente de acuerdo contigo en lo que dices , ese miedo no es a envejecer sino a como envejeceremos sobre todo que nuestra mente funcione aunque más despacio pero sepamos siempre quien somos.
ResponderEliminarMuy buen relato y bien argumentado enhorabuena.
Un abrazo y feliz día.
¡El hombre del saco! Esa historia también se la oí a mis abuelas...uf,los miedos infantiles... qué malos tragos. Ese miedo a perder la capacidad de razonar, de pensar o recordar lo entiendo, pero no es de los que más me asusta. En cualquier caso muy buena descripción de esos dos miedos que, como bien dices, son miedos de andar por casa, domésticos; domesticadosdiría yo. Un abrazoPepe!.
ResponderEliminar¡Hola! Un relato de los miedos muy bueno y con justa razón esos dos, me gusta la reflexión a la que nos llevas con ellos. Mi madre cada tanto los menciona también y se dice que debe ejercitar la mente lo más que pueda. Y si se ejercita la mente para no perder el razocionio, creo que se ejercita el corazón amando más todavía.
ResponderEliminar¡Un abrazo!
Te entiendo Pepe. Ese es sin duda también mi mayor miedo, el no ser uno mismo y convertirte en una caricatura de lo que fuiste; pero no se puede hacer nada, solo vivir el presente mientras se pueda.
ResponderEliminarUn abrazo
Como he vivido bastante de cerca el último de tus miedos, te diré que aunque yo también lo siento me consuelan muchas sonrisas o ese ápice de inocencia que he visto en aquellos que parecen haber perdido la memoria pero en los que queda indeleble el amor a sus seres queridos. Muy bueno tu escrito que lleva a reflexionar, besos.
ResponderEliminarUn texto reflexivo y lleno de sinceridad con el que coincido sobre todo en el miedo a perder la razón que para mí también va ligado al deterioro físico, a no poder defenderte por ti mismo...realmente prefiero no pensar demasiado en ello porque me angustia.
ResponderEliminarUn abrazo
Este tipo de miedos es uno de los peores. Se dice que hay que ejercitar la mente, tener desafíos intelectuales (como los jueves de relatos), tener una vida social.
ResponderEliminarBien planteado.
Saludos.
Esos miedos ¿quién es el guapo que no los tiene?
ResponderEliminarUn beso y gracias por conducirnos.
Comprensibles esos miedos, Pepe.
ResponderEliminar'Los tiempos han cambiado' escucho decir por todos lados. Ahora la humanidad está cargada de hostilidad y agresión. Y eso dispara a la decepción.
Pensar en la pérdida del control de la propia memoria, es otro miedo aterrador. Muy introspectivo y original relato. Un placer leerte.
Abrazo
El miedo a olvidar, olvidarlo todo. Lo he visto demasiadas veces como para saber que es un mal incontrolable que hay que temer.
ResponderEliminarUn saludo.
Que digo yo, Pepe, que coincidimos en demasiados miedos de futuro....Ay, no se trata de no querer envejecer por fuera, si no de que se nos arrugue eso que algunos llaman alma.
ResponderEliminarUn abrazo
Ay, no había caído en "el miedo a dejar de ser un hombre bueno", y creo que mientras nos sigamos planteando esa duda conseguiremos seguir siendo buenas personas, puesto que las malas no se lo plantean siquiera.
ResponderEliminarSobre el segundo miedo... Sí, es aterrador perder el raciocinio, pues es lo único que nos separa de las bestias, ¿no crees?
Un abrazo
Cuanta sinceridad Pepe hay en tus palabras y que cerca las siento. Vivamos el hoy, amemos el hoy, lo demás...lo demás que sea lo que tenga que ser.
ResponderEliminarBesos.